sábado, 29 de noviembre de 2008

Tragedia frente al espejo

La observo mientras se acerca al espejo. Agarra la tira verde con precisión y se entrega a la labor con delicadeza. Remata con las pinzas. Mis ojos como platos la siguen mientras se gira y camina hacia la puerta.

− Qué bien lo haces, mi amor − le digo.
− Son muchos años de experiencia − me responde ella.

Una punzada de orgullo recorre entonces mi espalda. Para cuando me sitúo frente al espejo, se ha transformado en hybris. ¿Acaso no lo puedo hacer yo igual de bien, a pesar de mi inexperiencia? Como buena heroína clásica, me respondo afirmativamente, mientras a mi alrededor se respira el aroma de la tragedia. Así que cojo la tira verde, la caliento entre mis manos y la separo cuidadosamente. Me siento la reina del mundo.

Primer error de cálculo. Yo soy miope, ella no. Para verme la cara, necesito situarme a una distancia descaradamente obscena del espejo. Ello me impide ver dónde dejo la mitad de la tira. Mientras apalpo donde creía que debería estar, descubro con terror que no se encuentra ahí. Los dedos de mi mano izquierda se crispan. Mi mirada se aparta del espejo. Ha caído al lavabo.

Confiando ciegamente en la ley de Murphy, decido que habrá caído boca abajo. Segundo error de cálculo. Cuando aproximo mis dedos a la parte de arriba, me quedo pegada en la masa viscosa y verde. Agito mi mano en el aire para despegarme (me inhibo de ayudarme con la otra mano para que no ocurra lo mismo con ella). La tira cae, pero sigo sin ver de qué lado. Acerco mi cara al lavabo lo suficiente para observar la masa viscosa sin que se me quede la nariz pegada en ella. Parece que (esta vez sí) ha caído boca abajo. La cojo por la parte de arriba. Me quedo pegada igualmente. La cojo por la parte de abajo. También me quedo pegada y llego a la conclusión de que el 33% de la masa se encuentra en un lado de la tira, el otro 33% en el otro lado y el último 33% se ha adherido de manera irremediable a las yemas de mis dedos.

A pesar de estos imprevistos, doy comienzo a mi tarea todavía ignorante de mi trágico destino. Primer tirón. Aullido de dolor. Sentimientos de incomprensión ante el mundo, rebeldía, odio y autocompasión profunda. Segundo tirón. Mi mente trata de alejarme de la situación de manera urgente y me transporta a otros mundos donde las mujeres son estimadas en su naturalidad, donde el cuerpo no se maltrata bajo ningún concepto y donde el dolor no se obtiene jamás por voluntad propia. Tercer tirón. Pienso intensamente en Simone de Beauvoir, tratando de imaginar lo que haría ella en una situación semejante. Cuarto tirón. Me asoman las primeras lágrimas a los ojos mientras recuerdo a Virginia Woolf. Quinto tirón. Viene a mi mente la imagen de Frida Kahlo y me pregunto por qué. Sexto tirón. Asumo que soy una feminista de palo y me doblego ante la sociedad patriarcal.

Presa de los últimos estertores de mi dignidad, descubro un pelo enhiesto en el lado izquierdo y me aferro a él como tabla de salvación. Pego la tira, doy golpecitos, la despego. Ningún cambio aparente. Pego la tira, doy golpecitos, la despego. El pelo continúa invicto. Cual heroína que se precipita hacia su perdición, pego y despego la tira de forma compulsiva hasta que mi piel pasa del color rojizo al granate oscuro. Me lo pienso dos veces y decido utilizar las pinzas. Asunto zanjado.

Me acerco nuevamente al espejo. Parpadeo. Trato de fijar la vista. Una sensación de mareo me invade cuando creo ver pelos por todas partes. Mi mano derecha aún tiembla y decido (erróneamente) repetir la operación exterminio. Pego y despego de forma compulsiva la tira verde para culminar la tragedia: la mitad de mi rostro ha adquirido un color preocupante y no puedo asegurar que los pelos no sigan ahí.

Salgo del baño. Me acerco tambaleante al salón. Ella ha tenido tiempo de preparar la cena y poner la mesa mientras yo consumaba mi delito. En su rostro apenas se adivina alguna sombra rosada, mientras que el mío revela una cruenta escabechina. Cuando se acerca para abrazarme aprovecho para comprobar que su operación ha sido perfecta. Y aunque sé que la mía no puede compararse, un regusto de orgullo me impide admitirlo.

A la mañana siguiente he de enfrentarme a la realidad sin remedio. Mi rostro continúa encendido. Me veo obligada a aplicar litros de maquillaje para ocultar el fuego de mi desgracia. Vuelvo a hacerlo al día siguiente. El tercero, decido aplicarme sólo polvos. El cuarto, me resigno a lucir una cicatriz no tan discreta como quisiera allí donde se situó cierto pelo. La cicatriz dura toda la semana, como justo castigo por mi hybris. Cuando el círculo se cierra, consigo admitir mi culpa.

− Cariño, está claro que tú te sabes depilar mucho mejor que yo.

Ella sonríe, quitándole importancia. Yo agacho las orejas y me oculto entre sus brazos. La heroína trágica comprende entonces que siempre que haya dos clases de personas, a ella le tocará irremediablemente pertenecer a la mala.

Incluso para depilarse el bigote.

Encantada.

sábado, 22 de noviembre de 2008

El depredador interior

En un ser humano hay muchos otros seres, todos con sus propios valores, motivos y estratagemas. Nuestra tarea no es corromper su belleza natural sino construir para todos esos seres una campiña salvaje en la que los artistas que haya entre ellos puedan crear sus obras, los amantes puedan amar y los sanadores puedan sanar.

Pero, ¿qué vamos a hacer con todos estos seres interiores que siembran la destrucción sin darse cuenta? Hay que dejarles sitio incluso a ellos, pero un sitio en el que se les pueda vigilar. Uno de ellos en particular, el más falso y el más poderoso fugitivo de la psique, requiere nuestra inmediata atención y actuación, pues se trata del depredador natural.

Si bien la causa de una considerable parte de los sufrimientos humanos se puede atribuir a la negligencia, hay también en el interior de la psique una fuerza innata contraria a la naturaleza, a lo positivo: el desarrollo, la armonía y lo salvaje. Es un sarcástico y asesino antagonista que llevamos dentro desde que nacemos y cuya misión es la de tratar de convertir todas las encrucijadas en caminos cerrados.

Este poderoso depredador aparece una y otra vez en los sueños de las mujeres y estalla en el mismo centro de sus planes más espirituales y significativos. Aísla a la mujer de su naturaleza instintiva. Y, una vez cumplido su propósito, la deja insensibilizada y sin fuerzas para mejorar su vida, con las ideas y los sueños tirados a sus pies y privados de aliento.

Todas las mujeres tienen que aceptar que tanto dentro como fuera existe una fuerza que actuará en contraposición de los instintos naturales del Yo y que esa fuerza maligna es lo que es. Aunque nos compadezcamos de ella, lo primero que tenemos que hacer es reconocerla, protegernos de su devastadora actuación y, en último extremo, arrebatarle su energía asesina. Todas las criaturas tienen que aprender que existen depredadores. Sin este conocimiento, una mujer no podrá atravesar su propio bosque sin ser devorada. Comprender al depredador significa convertirse en un animal maduro que no es vulnerable por ingenuidad, inexperiencia o imprudencia.

Entre los lobos, cuando la hembra deja a las crías para ir a cazar, los pequeños intentan seguirla al exterior de la guarida y bajar con ella por el camino. Entonces ella les ruge, se abalanza sobre ellos y les pega un susto de muerte para obligarlos a huir y regresar corriendo a la guarida. La madre sabe que sus crías aún no saben valorar y sopesar a otras criaturas. Ignoran quién es el depredador y quién no. Pero a su debido tiempo ella se lo enseñará por las buenas y por las malas. Como los lobeznos, las mujeres necesitan una iniciación parecida en la que se les enseñe que los mundos interior y exterior no siempre son unos lugares placenteros.

La aquiescencia a casarse con el monstruo se produce en realidad cuando las niñas son muy pequeñas, generalmente antes de los cinco años. Se las enseña a no ver y a considerar “bonitas” toda suerte de cosas grotescas tanto si son agradables como si no. Estas enseñanzas iniciales a “ser amables” inducen a las mujeres a pasar por alto sus intuiciones. En este sentido, se las enseña deliberadamente a someterse al depredador.

Cuando el espíritu juvenil se casa con el depredador, la mujer es apresada o reprimida en una época de su vida inicialmente destinada al desarrollo. En lugar de vivir libremente, la mujer empieza a vivir de una manera falsa. La falaz promesa del depredador es la de que la mujer se convertirá en cierto modo en una reina, siendo así que, en realidad, se está planeando su asesinato.

Mientras se obligue a la mujer a creer que está desvalida y/o se la adiestre a no percibir conscientemente lo que ella sabe que es cierto, las dotes y los impulsos femeninos de su psique seguirán siendo exterminados.

Existe un medio para salir de todo eso, pero hay que tener una llave.

[continuará...]

Clarissa Pinkola Estés, Mujeres que corren con los lobos.

miércoles, 12 de noviembre de 2008

Sobre esa cosa llamada Democracia

Me gusta la Democracia. Me parece bien que los pueblos elijan su destino colectivo. Creo que están en su derecho. Creo que lo contrario es incomprensible.

Porque me gusta la Democracia, me gusta más cuanto más directa. Meter un papel en una caja cada cuatro años para hipotecar tu futuro hasta el próximo papel en la próxima caja para los próximos cuatro años no es suficiente. Porque me gusta la Democracia me gustan los referendos. Me gusta que se pregunte a la gente qué es lo que quiere, hacia dónde quieren ir como comunidad, cuál será el próximo paso y cuál no será.

Porque la Democracia me merece el máximo respeto como sistema perfectible, veo sus límites, veo sus peligros. Y uno de los más claros y sencillos es el peligro de convertirse en la dictadura de la mayoría. Lo que la mayoría vota, se hace. Pero, ¿y las minorías? ¿Qué pasa con toda esa gente que no lo votó? ¿Qué pasa con los que nunca ganarán unas elecciones porque no son y nunca serán suficientes para ganarlas? La Democracia debe protegerlos, inventando otros sistemas, otras votaciones, otra manera de representación que les respete y que se gane su respeto.

Por todo esto pienso que lo que ha ocurrido en varios estados de los Estados Unidos con el matrimonio homosexual ha sido uno de los actos más antidemocráticos, irrespetuosos e incomprensibles que pueden tener lugar en una Democracia. ¿Qué sentido tiene preguntar a la mayoría por los derechos de la minoría? ¿No son estos derechos inalienables? ¿No es verdad que lo contrario nunca ocurriría? ¿No ha obrado la dictadura de una mayoría que tiene a la minoría en su poder, que siempre la tendrá y por lo que, precisamente, nunca debería estar a su única y absoluta merced?

Si yo fuera estadounidense... pero no lo soy.
Y como no lo soy, creo que mi deber es cavar.

Cavar, cavar hondo en los cimientos de la igualdad en mi país, para que nunca tengamos que ver retroceder nuestros derechos, para que puedan crecer y florecer y cobijar a aquellos que todavía no los tienen, cavar para que llegue un día en que nadie se los cuestione, en que nuestra lucha sea una mera anécdota histórica, para que mis hijos, y los hijos de mis hijos, y los hijos de los hijos de mis hijos se aburran de escuchar las batallitas de la abuela, que insiste en enorgullecerse de algo tan normal e intrascendente como ser lesbiana.

Cavar, cavar hondo en mi cabeza, para llegar allí donde se esconden los prejuicios, para extirpar toda la lesbofobia introyectada que reside en mi cerebro, para limpiarlo de cualquier mala hierba y ser capaz de abonarlo con una tierra fresca y nutritiva, una tierra donde la esperanza pueda echar grandes raíces, donde el optimismo reverdezca cada día, una tierra que sostenga el edificio de mis proyectos, de mi vida, de mis creencias, de mi dignidad personal, una tierra a la que regresar, en la que descansar, una tierra desde la que dejarse ir cuando llegue el momento, sin reproches, sin tareas pendientes, una tierra libre de miedo y llena de amor.

Cavar, cavar hondo con mis propias manos, hacerlas útiles para construir un futuro mejor, allí donde todavía no hay futuro, donde apenas se vislumbra la luz, allí donde se ha recorrido la mitad del camino, allí donde se está a punto de llegar. Cavar hondo en mi corazón para ser capaz de apoyar, de consolar, de abrazar, de acompañar, de reivindicar, de defender, esté donde esté, a todas las personas que son como yo, a las que lo son pero todavía no lo saben, a las que lo saben pero tienen miedo de decir que lo son. Cavar túneles que nos unan, cavar salidas para escapar si es necesario, cavar entradas para regresar o llegar o ser bienvenido, cavar galerías para que entre la luz y poder respirar.

Cavar, cavar, cavar hasta la extenuación, para sentirme viva, para dar vida, para que nuestra vida, tal y como la soñamos, pueda llegar a ser.

Si yo fuera estadounidense... pero no lo soy.
Por eso, ofrezco mis manos. Para cavar y cavar.

Encantada.

domingo, 9 de noviembre de 2008

Un año viviendo JUNTAS

Looks like we made it.
Look how far we've come, my baby.
We might have took the long way.
We knew we'd get there someday.
·
They said, "I bet they'll never make it",
But just look at us holding on.
We're still together, still going strong.
·
You're still the one,
You're still the one I run to,
The one that I belong to.
You're still the one I want for life.
·
You're still the one,
You're still the one that I love,
The only one I dream of.
You're still the one I kiss good night.
·
Ain't nothing better,
We beat the odds together.
I'm glad we didn't listen,
Look at what we would be missing.
·
They said, "I bet they'll never make it",
But just look at us holding on.
We're still together, still going strong.
·
You're still the one,
You're still the one I run to,
The one that I belong to.
You're still the one I want for life.
·
You're still the one,
You're still the one that I love,
The only one I dream of.
You're still the one I kiss good night.Still the one.
·
I'm so glad we made it,
Look how far we've come, my baby.

Encantada.

sábado, 8 de noviembre de 2008

De la Mujer y otros mitos (I)

“Con la mujer, hemos jugado
hasta ahora a las muñecas”.
Laforgue.

El mito de la mujer, que sublima un aspecto inmutable de la condición humana, que es la “división” de la humanidad en dos categorías de individuos, es un mito estático; proyecta sobre un cielo platónico una realidad tomada de la experiencia, o conceptualizada a partir de la experiencia; los hechos, el valor, el significado, la noción, la ley empírica, los sustituye por una Idea trascendente, intemporal, inmutable, necesaria. Así, a la existencia dispersa, contingente y múltiple de las mujeres, el pensamiento mítico contrapone el Eterno Femenino, único y estático; si la definición que se da de él se contradice con las conductas de las mujeres de carne y hueso, estas últimas están equivocadas: se declara, no que la Feminidad es una entidad, sino que las mujeres no son femeninas. Las contradicciones de la experiencia no tienen poder contra el mito.

En la realidad concreta, las mujeres se manifiestan en aspectos diferentes; pero cada uno de los mitos edificados a propósito de la mujer pretende resumirla en su totalidad; cada uno pretende ser único; la consecuencia es que existe una pluralidad de mitos incompatibles y que los hombres se pierden en ensueños ante las extrañas incoherencias de la idea de Feminidad; como toda mujer participa de una pluralidad de estos arquetipos que pretenden encerrar cada uno de ellos su Verdad exclusiva, los hombres encuentran ante sus compañeras el asombro de los sofistas que no podían entender que un hombre fuera rubio y moreno al mismo tiempo.

Como las representaciones colectivas, entre otras los tipos sociales, se definen generalmente por pares de términos opuestos, la ambivalencia parecerá una propiedad intrínseca del Eterno Femenino. La santa madre tiene como correlato a la madrastra cruel, la joven angelical a la virgen perversa: así podemos decir que Madre igual a Vida o que Madre igual a Muerte, que toda doncella es un espíritu puro o carne consagrada al diablo.

No es evidentemente la realidad lo que dicta a la sociedad o a los individuos la disyuntiva entre dos principios opuestos; en cada época, en cada caso, sociedad e individuo deciden de acuerdo con sus necesidades. Con mucha frecuencia, proyectan en el mito adoptado las instituciones y los valores que reivindican. Por ejemplo, el paternalismo que exige que la mujer esté en el hogar, la define como sentimiento, interioridad, inmanencia; en realidad, todo existente es a un tiempo inmanencia y trascendencia; cuando no se le propone un objetivo, o se le impide que alcance ninguno, cuando se le arrebata su victoria, su trascendente cae vanamente en el pasado, es decir, se convierte en inmanencia; es la suerte que le toca a la mujer en el patriarcado, pero no es en modo alguno una vocación, como tampoco la esclavitud es la vocación del esclavo.

Pocos mitos han sido más beneficiosos para la casta de los señores: justifica todos los privilegios hasta el abuso. Los hombres no tienen que preocuparse de aligerar los sufrimientos y las cargas que fisiológicamente corresponden a las mujeres, pues “así lo quiere la Naturaleza”; las utilizan como pretexto para aumentar más todavía la miseria de la condición femenina, por ejemplo para negar a la mujer todo derecho al placer sexual, para hacerla trabajar como una bestia de carga.

Simone de Beauvoir. El segundo sexo.

[continuará...]

miércoles, 5 de noviembre de 2008

Yes, WE CAN!

Hoy ha vuelto a ganar la esperanza.
Ha vuelto a ganar la alegría.
Ha vuelto a ganar la fe en un mundo mejor.

Y yo me he pasado medio día llorando de emoción, pensando en los millones de personas que nunca imaginaron que verían a una familia afroamericana en la Casa Blanca. He visto sus rostros, sus labios temblando, sus bailes. He escuchado sus voces, el mundo entero las ha escuchado y ha sabido, al fin, que es posible.

Hoy festejo el símbolo, la Historia, el poder de las personas. Porque los avances de los demás son siempre los nuestros, porque las dignidad de cualquier colectivo pisoteado durante siglos es la dignidad de todos. Cuando se conquista, se recupera, se afirma, se hace en nombre de la toda la Humanidad.

Me quedo con el entusiasmo, las sonrisas, las ganas de luchar.
Como en las mejores comedias, en las que al final todo sale bien.

Es posible. Podemos. Sí.

Encantada.

domingo, 2 de noviembre de 2008

¡Viva la República!

Esta semana se ha publicado un libro en el que la Reina de España se despacha a gusto sobre una interesante retahíla de temas, entre los que se encuentra el matrimonio homosexual. A pesar de no negar nuestra existencia (lo cual siempre es un alivio), considera que no hay motivo para estar orgullosos, menos para montarse en una carroza y cortar el tráfico, y menos aún para llamar a nuestras uniones legales matrimonio, “porque no lo son”.

Sorprenderme, no me sorprende: no soy de las que se tragan que los reyes están ungidos por la gracia divina y que por ello su opinión es infalible y ecuánime. Como buena institución medievo-tribal que es la monarquía, sólo pueden situarse en un lado del espectro político, y no precisamente arrimados al centro.

Joderme, tampoco me jode demasiado: cada vez lo van haciendo menos este tipo de declaraciones, que son como un ruidillo de fondo en mi vida, un molesto pitido en el oído que suena debido a los cambios bruscos de altitud. Me jodería de otras personas, personas a las cuales tuviera en alta estima, pero da la casualidad de que la susodicha señora no goza de demasiada para mí.

Indignarme, me indigna: me indigna como ciudadana española del siglo XXI, nacida en democracia y malacostumbrada, si así lo quieren, a disfrutar cada vez más de mis derechos inalienables como persona y a trabajar y conseguir pequeños triunfos en el camino de la igualdad y la no discriminación. Me indigna, pero no mucho más de lo que me indigna la institución misma de la monarquía, que nos trata como menores de edad sin preguntarnos: a mí nunca me preguntaron, lo siento, y me niego a sufrir lo que mis padres votaron presos de un miedo comprensible en aquellos días pero no hoy. Me indigna, porque la monarquía es la representante básica de la desigualdad: porque el hijo de esa señora (¡y encima el hijO!) reinará en mi país y mi hijo (¡o hijA!) nunca podrán acceder al puesto de cabeza del Estado, contradiciendo aquello de que todos los españoles somos iguales ante la Ley. Me indigna, porque esa señora y su familia gozan de privilegios de los que no sólo yo no gozo, sino de los que nunca podré gozar por la mera estupidez de que por mis venas no corre su misma sangre. Me indigna, porque llevar corona en estos días es algo que sólo debería ocurrir en Carnaval, y porque las reverencias sólo las deberíamos ver ya en las películas ambientadas en siglos pasados.

Como decía Manuel Saco en Público, si a los matrimonios homosexuales no les deberían llamar matrimonios, tampoco deberían llamar democracia a una monarquía, “porque no lo es”.

En fin, arrieritos somos, porque como dice mi novia, con tantos nietos...

Pero dejando a un lado el tema del matrimonio, algo que también provoca mi enfado es el tratamiento que se le da a esas declaraciones en los medios de comunicación. Porque la reina no sólo ha soltado por su boquita bazofia homófoba, sino que se ha metido en multitud de barrizales tanto o más polémicos, y sin embargo, en la mayoría de los telediarios se ha dicho, principalmente, que la reina “se ha metido con los gays”.

Dejando a un lado que las lesbianas también existimos, y que para ser homosexual no es condición sine qua non haberse subido alguna vez a una carroza (cosa que la abajo firmante nunca ha hecho), lo cierto es que, una vez más, se utiliza al colectivo homosexual como chivo expiatorio, dando la impresión de que en España, la única polémica realmente abierta es la de si somos personas o no. Parecería entonces que, para restaurar una imagen que su propietaria no ha dudado en pisotear, lo único que habría que hacer es decidir finalmente que los homosexuales merecemos el paredón y todos tan contentos. Pero es que no es así. Y no es así no sólo porque los homosexuales seamos personas como las demás (¡incluso como la reina!), sino porque la reina ha tocado temas que incumben a un gran porcentaje de la población.

Lo siento, pero esta vez no cuela tan fácilmente lo de mirar para otro lado y pensar que el problema es “otra vez esos gays”.

Y es que la señora ha dicho también que la violencia de género aumenta por la publicidad que le hacen los medios de comunicación animando a las mujeres a denunciar a su agresor e informando sobre qué es el maltrato y cómo se debe actuar; ha dicho también que todos los niños deberían estudiar religión en el colegio ya que este es el único modo de comprender el origen del mundo y de la vida; ha dicho también que los enfermos que solicitan la eutanasia y sus familiares deben “aguantar”; se ha posicionado en contra del aborto; considera que Ceuta y Melilla son “suyas”.

Laicos, mujeres, científicos, médicos, enfermos y familiares, inocentes que aún se traguen lo de la soberanía popular y, sí, homosexuales: ha habido para todos, no os peleéis.

En fin. Yo hace muchos años que estaba convencida de que el único sistema medianamente digno es la República. Con un poco de suerte, y si la reina sigue así (¡ánimo, ilustrísima!), pronto seremos muchos más e incluso puede que esta vez ganemos el referéndum (¡huy! ¡he dicho referéndum! ¡que dios nos pille confesaos!).

Encantada (a las barricadas).

sábado, 1 de noviembre de 2008

Y así empezó nuestra historia

Mi novia y yo nos conocimos en la Universidad. Asistíamos a un curso de especialización que ninguna de las dos teníamos una intención clara de hacer, en un año en el que no nos tocaba coincidir, y a pesar de todo ello y de muchas otras cosas, ocurrió.

Cuando explicamos que nos conocimos “fuera del ambiente”, la gente siempre se apresura a preguntarnos cómo supimos que éramos lesbianas. Y la respuesta, obviamente, es que no lo supimos: el nuestro fue un camino a tientas por una habitación oscura. Y es que no sólo no sabíamos que la otra era lesbiana, sino que, por aquella época, ni siquiera nosotras mismas nos considerábamos tales. Mi novia tenía cierta intuición sobre ello, pero precisamente entonces atravesaba una época de su vida “bastante” heterosexual. Yo, por el contrario, acababa de empezar a plantearme apenas un par de meses atrás si existía una posibilidad remota de que, a pesar de mi experiencia y contradiciendo toda lógica, me gustasen las mujeres.

Nuestras primeras impresiones también fueron diferentes. A mi novia yo le parecía una persona interesante y perspicaz; a mí, ella me resultaba descentrada e inmadura. Poco a poco, según íbamos trabajando juntas y conociéndonos, creo que ambas nos fuimos desplazando hacia el otro extremo. Cada vez que hablábamos, ella me iba resultando más amable, cuidadosa, atenta, respetuosa, elegante, inteligente, atractiva y misteriosa. Yo, sin embargo, creo que inicié un descenso imparable hacia la bipolaridad, la incongruencia, la falta de habilidades sociales y la crisis emocional.

Y así siguió nuestro cortejo, unos cinco meses de altibajos durante los cuales era casi imposible llegar a una conclusión acerca de qué era lo que realmente estaba ocurriendo y cómo o cuándo podía terminar.

Dice mi novia que se fijó en mí porque hacía muchas preguntas en clase y era muy participativa. La verdad era que los temas que tratábamos en el curso me interesaban mucho y, además, como no conocía a nadie, procuraba abrirme a todo el mundo. A mí me costó más intuir su presencia, ya que ella era una chica muy silenciosa que no solía hablar en clase y que se relacionaba sobre todo con su grupo de amigas, porque ellas habían decidido hacer el curso todas juntas.

Con el tiempo formamos unos grupos de trabajo, y mi novia acudió rauda y veloz al grupo en el que yo estaba. Recuerdo haberla visto saltar por encima de algunas sillas, según ella, para que nadie le quitara un puesto a mi lado. Gracias a ese grupo empezamos a conocernos, y para cuando se deshizo, yo ya estaba más que interesada en ella y en continuar nuestra relación. Así que me inventé una treta para conseguir su teléfono y asegurarme de que ella tuviera el mío, y mi dirección de correo electrónico, y de que me agregara al messenger.

Empezaron entonces las noches pegadas al ordenador, contándonos mil cosas, o mejor dicho, con mi novia haciéndome mil preguntas y yo respondiendo encantada a todas ellas. Todavía no podía ponerle nombre a lo que ocurría, me repetía una y otra vez que lo que sentía era lo mismo que sentía cuando me gustaba un chico, pero aún así me costaba entender cómo podía ser así. A esto se le unían todas las dudas que tenía sobre si mi novia me correspondería o no, sobre si aquello sería para ella sólo una amistad o si realmente había tenido la suerte de fijarme justamente en una chica a la que también le gustaran las mujeres.

Esperábamos aquellos momentos con mariposas en el estómago. Sin embargo, cuando íbamos a clase al día siguiente, yo nunca sabía cómo actuar. Me preguntaba qué sería lo adecuado, si mostrar la misma complicidad con ella o tratarla como a cualquier otra chica, porque no sabía si realmente existía esa complicidad especial o era todo fruto de mi imaginación. Me sentía tan confundida, tan perdida y nerviosa, que a veces llegaba a clase después de una noche de confesiones y ni siquiera la saludaba. A ella, más abierta y más tranquila, esto le contagiaba toda mi confusión y terminaba por no saber qué pensar de mí. En varias ocasiones concluyó que yo no le correspondía, que nuestra relación no iba a ninguna parte ni tan siquiera como amistad y perdió gran parte de su interés por mí. Aún así, reunió las fuerzas suficientes para escribirme algunas cartas, que me entregaba en medio de todo el mundo como si de una colegiala se tratara. Yo enrojecía hasta los tuétanos, pero en el fondo estaba encantada con que alguien realizara por mí aquellas pequeñas hazañas, ya que era uno de los sueños románticos de mi niñez. Por supuesto, yo siempre le respondía, pero procuraba encontrar un momento discreto de intimidad.

Por si esto no fuera suficiente, por aquel entonces yo creía haber encontrado al enésimo hombre de mi vida, un gilipollas arrogante más que agregar a mi lista con el que, sin embargo, tenía claro que no me unía ninguna atracción sexual. Cuando el susodicho decidía mover un dedo, yo corría a su lado olvidándome de mi novia; cuando él mostraba cómo era realmente, yo regresaba junto a ella con las orejas gachas y el rabo entre las piernas.

Fue en uno de estos vaivenes cuando decidí ponerles punto y final. Estaba claro que aquel tío no le llegaba ni a la suela de los zapatos a mi novia; además, yo ya había probado a relacionarme con otros chicos como él y quería intentar algo diferente: darme una verdadera oportunidad de ser feliz. Así que mi novia y yo empezamos a quedar fuera de clase, yo dejé de torturarla con mis idas y venidas, y nuestros abrazos de despedida se hicieron más intensos si cabe. Entonces el destino decidió ponerse de nuestro lado, mis padres se fueron un fin de semana fuera y yo aproveché para invitarla a “merendar”.

Preparé la mesa del salón con esmero. Saqué mi mantel preferido, las mejores tazas, herví mi mejor té. Cuando mi hermano pasó por allí, se quedó bastante sorprendido, ya que nunca me había visto hacer algo parecido, ni siquiera por mi ex. Claro que más se sorprendió después de decirle que venía una amiga a merendar, sobre todo al contrastar esa información con mi evidente nerviosismo. Entonces se alejó por el pasillo, asombrado y confuso, mientras yo me esforzaba en disimular que la cita era más que especial.

Aquella tarde, mi novia y yo hablamos de muchas cosas. Yo me esforcé en hacer todo lo que creía que podía gustarle, desplegando mil talentos hasta que casi pareció que trabajaba en un circo. El tiempo pasaba, nosotras no nos cansábamos de nuestra mutua compañía, preparamos una cena improvisada a las tantas de la noche y empezamos a hablar de que realmente queríamos hablar. Ella me había su teoría sobre las relaciones de pareja, según la cual, y en resumidas cuentas, porque era una teoría bastante elaborada, nos enamoramos de las personas, no de su sexo. Yo volví a sacar el tema para preguntarle si esa teoría también incluía relaciones con mujeres, y ella me dijo que sí. Entonces, me armé de valor y le hice la pregunta del millón: quería saber si las relaciones con mujeres que ella decía estar dispuesta a mantener también me incluían a mí. Llena del misterio y los dobles sentidos de los que siempre se adornaba, mi novia me contestó con algo parecido a un sí.

Eran las 3 de la mañana. Mi nerviosismo y quién sabe qué más me habían producido 39 grados de fiebre. Yo insistía en que estaba bien, insistía también en que se quedara, pero mi novia pensó que era hora de marcharse y se fue. Nos dimos un abrazo de despedida y, presa de la emoción y el agotamiento más profundos, corrí a la cama y me dormí.

Desde ese día hasta ahora llevamos 3 años y medio de amor.
Y estamos encantadas.

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