sábado, 28 de noviembre de 2009

Lo mejor y lo peor de ser mujer

1. ¿Qué es lo que más te gusta de ser mujer?
Para mí, hay dos cosas que me gustan especialmente de ser mujer.

La primera es tener un cuerpo de mujer. Cuando era pequeña, quería ser un chico para muchas cosas: para poder correr y ganar los juegos de competición, para subirme a los árboles, para ser el jefe de la pandilla, para ser fuerte, para mear de pie. Habida cuenta de que, en general, parecía preferir ser un chico, muchas veces me pregunté si también me gustaría tener su cuerpo. Y mi respuesta siempre era no. Desde muy pequeña consideré que el cuerpo de una mujer era mucho más “aerodinámico”: ningún colgajo molesto, ningún punto débil demasiado evidente. Según iba creciendo, además, lo fui considerando mucho más bello: ¿quién querría cambiar dos hermosos pechos por un pene de apariencia cuestionable? Yo no, desde luego.

Lo que también me gusta de ser mujer es una de las ventajas de la socialización femenina, quizá una de las pocas que tenga: el aprendizaje de la intimidad y el cariño. Para mí, resulta mucho más agradable en general el poder tener intimidad con las personas, relajarme y dejar que surja la cercanía sin tener que mostrar constantemente que soy un machote que no necesita de nadie para sobrevivir. Me gusta también que mis muestras de cariño sean bienvenidas la mayor parte de las veces y que no se consideren sospechosas de quién sabe qué.

2. ¿Qué es lo que menos te gusta de ser mujer?
Claramente, lo que menos me gusta, lo que me molesta y me resulta humillante, lo que detesto y lo que más me hace sufrir es ser evaluada como una víctima potencial, como alguien frágil a la que es sencillo dañar, especialmente en el aspecto físico y, sobre todo, sexual.

Yo no creo que todas las mujeres sean físicamente más débiles que los hombres, ni que un hombre se pueda defender de un asalto necesariamente mejor que una mujer. Considero que estas evaluaciones son fruto de la visión que de nosotras tiene la sociedad, y que detrás de ellas funcionan ciertos valores. Por ejemplo, en una sociedad que venerase o al menos respetase a la mujer, seríamos evaluadas como seres sagrados o al menos dignos de respeto, y es posible que la idea de dañarnos no pasara por la cabeza de nadie o al menos se considerase una aberración que tendría lugar muy raramente. Si las mujeres sentimos una amenaza constante y si de hecho dicha amenaza se cumple en numerosas ocasiones, es porque nuestra sociedad ha considerado tradicionalmente que el daño infringido a las mujeres no era tal, sino un derecho del hombre que sólo recientemente ha pasado a ser cuestionado.

De ser mujer me molesta tener miedo cuando voy por la calle, sufrir pensando en ser víctima de una violación, saber que tantísimas mujeres como yo han sido humilladas, agredidas, violadas y asesinadas por el mero hecho de pertenecer a nuestro sexo, no poder disuadir a un asaltante potencial de atacar a mi novia como sí lo podría hacer un hombre.

3. Si volvieras a nacer, ¿preferirías hacerlo como hombre o como mujer?
Sin duda ninguna, como mujer.

Encantada.

(Estas preguntas surgieron de una conversación que tuvimos la otra noche mi novia y yo y que me pareció muy reveladora. Si alguna de mis lectoras decidiera considerarlas como un meme y quisiera responderlas en su blog, creo que se crearía una reflexión muy interesante).

viernes, 20 de noviembre de 2009

Repasando mi visibilidad laboral

Últimamente he estado haciendo balance sobre lo que ha cambiado y lo que no desde que salí del armario con mis compañeros de trabajo, sobre lo que va mejor y lo que va peor, y en general, cómo es ahora mi relación con ellos.

Cuando se trata de visibilidad, a veces siento que los mensajes que se lanzan están vacíos. La consigna es “sal del armario y todo irá mejor”, pero no se suele explicar qué es ese “todo” y si es realmente “todo” lo que cambia para bien. Por eso, me resulta interesante reflexionar sobre mi experiencia, y sobre todo, compartirla.

Hay dos cosas que sí que han mejorado claramente desde que salí del armario, y ambas me han proporcionado mucha tranquilidad mental y una gran estabilidad emocional.

La primera es que ya no me tengo que preguntar si mis compañeros me estiman realmente o si lo hacen sólo porque dan por hecho que soy heterosexual. Ahora saben que salgo con una mujer (¡y la conocen!), así que entiendo que sus muestras de afecto y simpatía son auténticas. O incluso mejor: pueden ser falsas, pero ahora sé que no se atreverían a rechazarme abiertamente. Su hipocresía o su sinceridad quedan en su conciencia; mientras tanto, yo puedo seguir relacionándome con la tranquilidad de haber compartido con ellos lo que soy.

La segunda mejora tiene que ver con las pequeñas “molestias”que tenemos que sufrir cuando los demás presuponen que somos heterosexuales. Ahora sé que ninguno de mis compañeros me preguntará si tengo novio, si me gusta este o aquel hombre, quién es la chica con la que vivo, ni ninguna otra pregunta “incómoda”. Todos saben lo que hay, lo que soy, cómo es mi vida, así que puedo relajarme y participar en las conversaciones tranquilamente sin que me entren ganas de salir corriendo cada vez que se habla de nuestra vida personal.

Por otro lado, las relaciones con mis compañeros también han cambiado en dos aspectos que me hacen sentir mucho mejor a su lado.

En primer lugar, la homosexualidad es ahora un tema mucho más presente en las conversaciones de lo que lo era antes. No es que mis compañeros nunca hablasen del tema o lo hicieran para mal, al contrario: precisamente porque sacaban el tema de vez en cuando y de manera positiva yo me animé a salir del armario con ellos. Sin embargo, ahora la homosexualidad está presente de otra manera. La diferencia es sutil, pero yo noto que ellos hacen el esfuerzo de romper con la heteronormatividad en numerosas ocasiones. De hecho, algunos aprovechan siempre que pueden para mostrar (y mostrarme) su aceptación y el rechazo que profesan a las posturas homófobas. Varias veces lo han hecho delante de terceros que no sabían que yo era lesbiana, lo cual me ha parecido bastante entrañable y emocionante.

Por otra parte, he notado cómo mis compañeros han reducido sus expresiones homófobas o, al menos, han cobrado conciencia de que estas expresiones pueden resultar hirientes. “Maricón el último”, “a ver si vas a ser de la acera de enfrente” o “Pepito pierde aceite” han ido desapareciendo de su vocabulario, al menos en mi presencia. Y cuando se les escapan, han llegado a pedirme perdón por si me habían ofendido. Esto me ha parecido un cambio interesante porque demuestra que las conductas y actitudes homófobas pueden modificarse gracias a nuestra visibilidad. Determinar la profundidad del cambio es difícil, pero al menos ahora resulta “políticamente incorrecto” expresarse de este modo: un gran logro teniendo en cuenta que la “cuestión homosexual” no termina de cruzar la línea de la “corrección política”.

Hasta aquí todo lo positivo. Y es que salir del armario también me ha hecho sentir mal en un par de aspectos: el primero espero que sea para bien a largo plazo, y el segundo me hace cuestionarme seriamente nuestra posibilidad de integración en un mundo heterosexual.

La verdad es que ahora me siento peor con otros compañeros con los que no salí del armario pero a los que tengo el mismo cariño y con los que siento la misma confianza. De pronto veo que he establecido una barrera artificial entre aquellos que lo saben y aquellos que no. Mi relación con los que lo saben va avanzando a pasos agigantados; mi relación con los que no lo saben se estanca y se separa de la otra cada vez más. Esto me genera angustia y tristeza, supongo que la misma angustia y la misma tristeza que me generaba el estar en el armario antes con los compañeros con los que ya no lo estoy. Y sé que, precisamente por eso, este malestar puede ayudarme a tomar la decisión de seguir apostando por la sinceridad y la apertura a los demás, aunque ese momento todavía no haya llegado. Porque mi trabajo sigue pareciéndome un lugar hostil en general, y necesito crear situaciones fuera del mismo para poder sincerarme, situaciones que se dan de vez en cuando pero que todavía no he tomado la decisión de aprovechar. Una de las dificultades que encuentro para hacerlo es que me gustaría salir del armario con “este” y con “esta” y no con todos mis compañeros a la vez, lo cual es sumamente complicado. Supongo que, en este punto, se me plantea el dilema de si salir del armario “indiscriminadamente” o no. Hacerlo podría ser deseable, pero ahora mismo no me siento preparada para ello.

Por otro lado, he de decir que salir del armario me ha hecho cobrar más conciencia aún de mi diferencia. Esto es algo que ya me había pasado otras veces, y me no me hace sentir precisamente bien. Creo que, mientras se mantiene la “ilusión de heterosexualidad”, se mantiene la “ilusión de integración”: eres como los demás, participas como los demás. Pero cuando la ilusión se rompe, aparece esa “barrera de cristal” que, a base de sutilidades, te impide ser una más. Es algo tonto y, a la vez, sumamente profundo, que te recuerda una y otra vez que no eres como el resto, que te hace sentir como si la aceptación que recibes fuera un regalo y no un derecho, algo con fecha de caducidad o con posibilidad de ser revocado en cualquier momento. Esto ocurre en muchas conversaciones cotidianas, como las que tratan sobre los estereotipos de hombres y mujeres en el matrimonio, o sobre la maternidad o paternidad, o sobre asuntos familiares o legales. Yo creo que, por una parte, puede estar bien no compartir ciertas cosas, como visiones machistas o estereotipadas. Pero, al mismo tiempo, me parece que en realidad no es eso lo que está en juego, sino la simple interacción social: yo tengo muchas conversaciones estereotipadas con mis amigas lesbianas sobre las parejas de mujeres, y se trata de reforzarnos a nosotras mismas a través del humor y la caricatura, cosa que no puedo hacer con los heteros porque mi situación es diferente. Así que me pregunto hasta qué punto podemos disfrutar de una integración real mientras la división entre heteros y homos siga siendo tan relevante en nuestra sociedad, mientras existan tantos pequeños detalles que te recuerdan tu diferencia.

En cualquier caso, puedo concluir que salir del armario con mis compañeros de trabajo es una de las mejores decisiones que he tomado, porque me ha granjeado numerosos beneficios. Sin embargo, y cada vez más, insisto en reflexionar sobre la complejidad del “ser visible”, sobre las diferencias que se establecen entre personas y situaciones, y sobre cómo un mensaje monolítico e impositivo sobre este tema puede crearnos más angustias y sufrimientos que sumar a los que ya nos provoca la homofobia.

Encantada.

viernes, 13 de noviembre de 2009

Dos años viviendo JUNTAS

Esta semana ha sido nuestro aniversario de convivencia: ya llevamos dos años viviendo juntas. Tanto mi novia como yo consideramos que ese es el tiempo que hemos tardado en acoplarnos mutuamente, en conseguir una estabilidad en nuestra relación a pesar de los altibajos, de los momentos buenos y malos, y de los quehaceres y faenas domésticas.

Empezamos a vivir juntas con mucha ilusión y también con mucha inocencia. Desde que empezamos a salir, habíamos procurado pasar todo el tiempo que podíamos juntas: tardes, noches, fines de semana, pequeñas escapadas, vacaciones. Después de dos años y medio pensamos que estábamos preparadas para la convivencia, y no es que no lo estuviéramos: es que hay pequeños grandes detalles para los que nadie te prepara.

Uno de ellos, que para mí tiene muchísima importancia, son las labores domésticas. Cocinar, limpiar, planchar, fregar, hacer la compra. Puede parecer una tontería o una simple cuestión de organización, pero es mucho más que eso. Preparar una comida especial, recoger la casa antes de que venga una visita o plancharte la camisa que te apetece llevar esa noche son tareas agradables. Llegar a casa cansada y estresada después del trabajo, encontrarte la casa desordenada y sucia, no tener tiempo ni ganas para hacer la comida y, encima, abrir la nevera y descubrir que de hecho no hay nada para comer, sentarte en el sofá junto a un cerro de ropa sin planchar y que ese mismo día te llegue la factura de la luz… provoca una crisis tremenda en la pareja más sólida.

La rutina es otra de las pequeñas desgracias de las que todo el mundo habla pero que nadie te explica en profundidad. En nuestra vida en común hay multitud de rutinas agradables: dormir la siesta juntas, ducharnos, irnos a la cama y abrazarnos cada noche… El problema, para mí, no son tanto las rutinas de pareja (que también) como el choque de rutinas individuales: la misma acumulación de trabajo, el mismo estrés, la misma madre que te llama para calentarte la cabeza, la misma amiga con la que nunca tienes tiempo para quedar, las mismas noticias exasperantes, el mismo poco tiempo libre, el mismo desaliento vital. Si hay días en los que difícilmente te soportas a ti misma, soportar a alguien que tampoco se aguanta mientras sobrevives a tus propias rutinas es una cuestión de malabarismo circense.

Por si esto fuera poco, las parejas de mujeres lesbianas tenemos que luchar, además, contra la homofobia y el heterosexismo que nos rodean. Para mí, esta es una clave que determina el tiempo que es necesario emplear para encontrar la estabilidad, para sentirse a gusto con la vida que has elegido vivir. En nuestro caso, el principio de nuestra convivencia estuvo marcado por los ataques y el boicot permanentes de mi familia (con el tiempo, los ataques han cesado, pero el boicot sigue). A eso se une la tensión de sufrir una pregunta incómoda de parte de aquellas personas con las que todavía estás en el armario (compañeros de trabajo, familiares): “y tú, ¿vives sola?”, “¿compartes piso?”, “¿vives con tu novio?”, “tú vivías con una amiga, ¿verdad?”, “¿y de qué conoces a tu compañera de piso?”. Poco a poco, esta tensión va cediendo a medida que se consiguen fuerzas para ir manejando la situación; sin embargo, como todo lo que tiene que ver con la visibilidad, es un proceso del que se conoce el comienzo pero no el final, un proceso permanente y en perfeccionamiento continuo.

Y para terminar, si aún te quedan tiempo y ganas, está la pareja. Después de lavar, planchar, trabajar durante todo el día, después de despachar a tu madre, mandarle un email a tu amiga, actualizar el alquiler, después de hacer la compra, cocinar y comer, llega el momento de aprender a respetar los espacios y los ritmos, los humores y las manías, el momento de ceder, hablar, comprender, llorar, reír y hacer el amor. Y por mucho que creas conocer a tu novia, nunca puedes estar suficientemente segura de quién es la persona con la que has decidido vivir, de cuánto o cómo va cambiar con el paso del tiempo, de qué nuevas pruebas de esas que os pone el destino tendréis que superar si queréis que todo vaya bien.

Por todo eso, he de decir que me siento sumamente orgullosa de haber compartido con mi novia dos años de convivencia, cada uno con sus 365 días, sus 24 horas, sus 60 minutos y los 60 segundos que les corresponden. Me siento feliz de haberla conocido, de tener el privilegio de acercarme a sus manías, a su cabezonería, a sus obsesiones, a sus tristezas, pero también al inmenso amor que me regala, a su cariño, sus detalles, sus caricias, a los ojos que me sonríen cada mañana, a los besos que me ayudan a despertar. Y además, ahora más que nunca puedo confiar en que el nuestro es un proyecto con futuro, con ganas de seguir desarrollándose, con la ilusión de llegar a más, de recorrer los caminos que nos prepara la vida juntas, de la mano.

Encantada.

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